sábado, marzo 2

Origen de la escenificación de La Guelaguetza

Uno de los más brillantes números con que se conmemoró el IV centenario de la fundación de la ciudad de Oaxaca, que tuvo lugar en el año de 1932, fue la grandiosa fiesta del simbolismo, color, y luz en que se rindió homenaje racial a Oaxaca por las siete regiones del Estado, que se llevó a cabo en la explanada que se construyó con tal finalidad en el cerro del Fortín, que acudieron significativamente representadas, vistiendo sus galas mejores, con sus atributos más preciados y genuinos, llevando sendos regalos para ofrendarlos a Oaxaca, la Perla del Sur, obteniendo sus organizadores un éxito sin precedentes, ante millares de espectadores.

En el centro de la gran explanada, se levantó el sitial de la señorita Oaxaca, y a sus lados, tres a la izquierda y tres a la derecha, los sitiales de las embajadoras de la Cañada, el Valle y la Sierra, y la Costa, la Mixteca y el Istmo. Sobre el dosel del sitial del centro hay un yaloteocalli (templo corazón) que simboliza el alma de Oaxaca.

En pleno teatro al aire libre, preside el acto el señor licenciado Francisco López Cortés, Gobernador del Estado, quien iza la bandera nacional, mientras la fuerza pública hace los honores de ordenanza y se escuchan luego los vibrantes acordes del himno patrio, cantado por coros escolares de más de dos mil voces formado con niños de las escuelas citadinas; entonan inmediatamente después el himno regional socialista y Cántaro de Coyotepec y por último recitan los propios muchachos a coro su juramento de la Fidelidad Oaxaqueña, dando comienzo en seguida la gran ceremonia del Homenaje Racial.

Los sitiales permanecen vacíos. Van a entrar, apenas, solemnes, altivos, llenos de espíritu fuerte de la raza, los personajes de esta grandiosa manifestación. Aparecen los heraldos, un grupo de jovencitas vestidas con leves batas de muselina y llevando vaporosos velos en las manos, que entran ensayando un baile ritual, y luego las siete señoritas Fraternidad, amparadas por los hombres del Bien. Son siete parejas de niñas y niños, ataviados con los trajes autóctonos de las siete regiones del Estado. Entran regando flores.

Cerrando aquella solemne marcha, aparece Margarita Santaella, representando a la señorita Oaxaca. Tez morena, unos ojos grandes y hermosos, en los que se asoma la dulce modestia del Valle de Oaxaca. Lleva en su tocado el lirio simbólico del tradicional escudo y se recuerda la cabeza yacente de la virgen Donají. Del Atoyac llega una brisa húmeda que hace pensar en el tesoro que guardaron sus márgenes. Tras la señorita Oaxaca entra un grupo de nuestras ‘chinas’, llevando sobre la cabeza grandes canastos de flores y figuras enfloradas, como las de las inolvidables calendas.

Una avalancha de charros montados en briosos corceles penetra escoltando a la Señorita Oaxaca y va a tomar su sitio en una de las alas laterales.

Se escucha en ese momento los acordes de la canción El Nito. La Señorita Oaxaca asciende a su sitial con vítores y aplausos electrizantes. Es toda tradición, es todo Oaxaca de ayer que palpita en los corazones. Es nuestro provincialismo, que si es un defecto en otras partes, sólo en Oaxaca es y debe ser virtud, porque lo justifica nuestro pasado.

Al compás de nuestro citado vals entra la región Mixe, presidida por tres ancianos oriundos del lugar. Sube la misión hasta la sultana del sur, los ancianos que llevan en sus manos los bastones de mando, resabios patriarcales, ponen la rodilla en tierra tal como si estuvieran frente a su cacica, bajan la cabeza y entregan con los bastones el mando. Los bastones son retenidos por la Señorita Oaxaca y pronto llegan a su solio los siete bastones de las siete regiones del Estado, que fraternalmente vienen a ponerse a sus pies. Estamos viendo desfilar desde nuestras montañas, el paso de cuatro siglos.

Si nuestros montes testigos mudos de tanta sangre y tanto dolor, hubieran podido confirmar en esos momentos, en esos instantes el espíritu augusto de esta tarde oaxaqueña, sus cuitas, qué diálogo tan estupendo hubiéramos escuchado ¡San Felipe! ¡El Crestón! ¡El Fortín! ¡Monte Albán!

Llevan los mijes, levantándola muy alto una leyenda que dice: JAMÁS CONQUISTADOS. Las mujeres con sus trajes típicos llevan matas de café, begonias, helechos y canastos de fruta. Los niños alzan con sus manecitas, como emblema, el silabario. Tienen sed de cultura.

Las reliquias llevadas por las mujeres mijes de su lejana tierra, son depositadas en las graderías bajo el dosel y, pronto, cuanto produce el Estado en frutos naturales, como un homenaje de amor ira a depositarse allí. La gran Banda de Música Mije, toca en esos momentos un jarabe de su región.

Se preludia una marcha y aparece la región de la Sierra. Los hermosos vestidos Yalaltecos de sus mujeres dan una pincelada blanca al escenario, contrastando con el color negro de sus altísimos tocados, que ponen en los portes un gesto de augusto señorial. La camisa y el calzón del indio serrano riman con el conjunto. Hay majestad en ese desfile de indios. Llevan en su gesto, mucho de sus montañas, de sus altos picos en donde anidan las águilas. La embajadora de la Sierra de Juárez, es alta, de soberbio porte. Asciende con elegancia por las graderías.

De pie la espera la señorita Oaxaca y en un amoroso abrazo confunden sus dos cuerpos. Grande simbolismo para nuestro futuro el de esos instantes de íntima fraternidad. Miles de manos aplauden frenéticamente, y la misma estatua del gran Benemérito Benito Juárez, cercana al escenario, parece sonreír y girar sobre sus talones para contemplar dicho espectáculo. Llevan las mujeres Yalaltecas madejas de pita, cebolla, cántaros enflorados, frutas de la región. Van también ancianos, el que lo es más, sube y besa la mano de la Señorita Oaxaca y pasa a quedar tras de ella, de pie, simbolizando que el gran patricio fue el Guardián de la Patria.

Empiezan a preludiarse los sones de la tierra caliente, de la costa (chilenas) y aparece un desfile de mujeres delgadas, de andar garboso, llevando primorosas camisas bordadas de lentejuela y chaquira; la enagua amplia y vistosa. Van los hombres escoltándolas con sus magníficos machetes, que manejaban admirablemente. Llevan canastas con algodón y flores de café y corozo. Los frutos siguen llenando aquel estrado, que parece el trono de la abundancia y los patriarcas sus bastones enflorados y adornados con listones azules.

Escuchamos las melodías de nuestras Mañanitas Oaxaqueñas. Es el Valle que se viste de fiesta y viene entrando a Oaxaca, por cualquiera de sus verdes caminos: El Tule y Santa Lucía, El Marquesado, Santa Anita, San Felipe del Agua.

La embajada es larga. Todos los pueblos de los cinco valles están representados; el de Oaxaca con sus pueblecitos: Atzompa, San Jacinto Amilpas, San Felipe, San Antonio de la Cal; Zimatlán, el de Ocotlán y Ejutla y el de Tlacolula. Un magnífico conjunto de charros cuerudos de capulina encabezados por Teresita Trápaga, de Ocotlán, hace irrupción en el escenario. Son aplaudidos.

Teresita va a bajarse, alguien quiere comedidamente ayudarla y antes de lograrla, airosamente se apea de la cabalgadura y va a rendir homenaje a Oaxaca. Es algo así como nuestra Guadalupe la Chinaca, escoltada por sus bravos cuerudos de capulina.

Después admiramos uno de los cuadros más preciosos y típicos de la gran tarde: La Guelaguetza. La Guelaguetza en el Valle de Oaxaca o Genda-lezza en el Istmo, es una forma de cooperativa casi familiar para ayudar a quien lo necesite siempre con un motivo trascendental, el nacimiento de un vástago, la muerte o la necesidad de salvar un compromiso imprescindible.

Pero de un modo más general, la Guelaguetza se usa en el matrimonio. Y he aquí el desfile imponderablemente pintoresco y típico de nuestros pueblos del Valle; cada indio llevando en sus manos la ofrenda de ropa, útiles para la cocina, sarapes de Teotitlán del Valle, jarras, tasas, vasos de cerámica, juguetes de Atzompa, machetes y cuchillos, panela, batidillos y gran cantidad de fruta y flores. Cuando sea necesario para dar vida y calor a un hogar. Ni siquiera el detalle de la guacamaya llevada en hombros, faltó. Concluyó esta magnífica escena con la canción El Cantarito.

A continuación y a una señal entran los famosos danzantes de Cuilápam, indios llevando un abanico de plumas en la cabeza que los hace gigantes; y con ellos los suavos y los realistas. Bailan al compás del ritmo de sus cuerpos. Los penachos de plumas simulan grandes abanicos mecidos por la brisa suave de una de las más hermosas tardes de Antequera.

Termina la Danza de la Pluma y en seguida se escucha la Canción Mixteca, entonada por un coro de mil voces. La Mixteca y la Cañada, dos de las regiones de más personalidad étnica del Estado, entran juntas. Los mixtecos tejiendo sus sombreros de palma; las mujeres exhiben sus cotones y sarapes de Teposcolula y Chilapa, manojos de trigo, claveles tlaxiaqueños y objetos de palma primorosamente labradas.

La misión de la Cañada, penetra a los acordes de la Tortolita Cantadora, son de aquella región. Llevan grandes manojos de arroz, de caña, frutas de tierra caliente. Luego las huautlecas llevando sus primorosos huipiles bordados a mano, colchas tejidas de inimitable acabado. Llevan también pájaros, calandrias, jilgueros, cenzontles. Luego como un paréntesis el espectáculo bravío y fuerte de los gallos que responden al entusiasmo popular cantando, listos para la lucha. No tienen navajas en los espolones. Es un verdadero simulacro. Un instante dura de la pelea. El pueblo aplaude, sólo fue una estampa en la región proyectada en una auténtica y grandiosa película oaxaqueña.

Después de un corto silencio, la música empieza a preludiar cantares istmeños. Todos los corazones dan un vuelco, no es posible sustraerse a la emoción. El Istmo es demasiado sugerente, trae el prestigio del misterio, es nuestro Oriente. Una superación de Arabia y Estambul. Es cadencia, es gracia. Todos aplauden y en tanto se hace más fuerte el ritmo de la música istmeña. Se escucha la Espinaleña y después la Juanita que sirven de introducción a la embajadora de la región. Entra acompañada de los Shuncos y atrás el bellísimo cortejo de mujeres istmeñas, flores fragantes de Tehuantepec y Juchitán.

A continuación un nutrido de mujeres tehuanas (cien) hace irrupción en el escenario, se abre en dos alas a ambos lados del sitial haciendo coro a las parejas de tehuanas y tehuanos y al escucharse las primeras notas de la Sandunga, las chuncas auténticas comienzan a bailar. Es el momento de más emoción estética de la fiesta. Entró el Istmo a derramar color hasta la embriaguez. Los olanes tienen ritmo de ola de mar en calma, mecido por el suave ondular de las caderas…Se suspende la música y muchas palomas echadas a volar en ese momento simbolizan el alma de la suave provincia que va a las regiones todas del Estado a llevarles un beso de amor…

La Señorita Oaxaca toma su estandarte, se pone de pie y los orfeones cantan el himno a Oaxaca. Lentamente se va borrando de todo, la luz se va matizando sin apagarse. Sobre los cerros espectadores brilla todavía, en la cima, una ráfaga de luz y la ciudad que acaba de concluir 400 años, recostada en su valle magnífico, se duerme como todas las tardes en la mística paz provinciana.

Los organizadores de este festival u homenaje racial, lo fueron: Autor del escenario, Doctor Alberto Vargas; Director Artístico, Carlos González; Acotaciones y escenificación, Jacobo Dalevuelta; Jefe del Departamento de Educación, Policarpo T. Sánchez; escenógrafo Alfredo Canseco Feraud; arreglos musicales de Guillermo Rosas Solaegui; coreografía Edelmira Cuevas de Pereyra; dirección de coro Julia Fernández y Director de la Banda de Policía, Agustín Hernández Toledo.

Dos años después, en 1934, se repitió este festival con el nombre de Guelaguetza en el mismo sitio, con motivo de la visita que hiciera a la Vieja Antequera, el general Abelardo L. Rodríguez, Presidente de la República en aquel entonces.

El culto abogado e incansable investigador, Jenaro V. Vázquez, afirma que es incorrecta la palabra Guelaguetza, con t, debiendo escribirse así: Guelagueza, que quiere decir ayuda, cooperación, no fiesta. En zapoteca, sigue expresando, se dice Gehendalezha, llamándose así a la ayuda que los vecinos del pueblo le llevan, mandan o entregan al que tiene ‘gasto’ en su casa, por defunción, matrimonio, etc. Consiste en comida cruda –gallinas, guajolotes, cerdos, borregos, etc.- o comida cocida –pan, chocolate, tortillas, etc.- llamándose así también a la ayuda que se presta a los futuros esposos, trayendo material para levantar la casa. Los indígenas de San Antonio de la Cal, dicen: Guelghes y en otros pueblos del valle se dice Gualagueza.

El extinto y distinguido educador Adolfo Velasco M., escribió sobre este tema y sostiene que la palabra Guelaguetza es zapoteca y quiere decir: guel o guela, planta de maíz que se conoce comúnmente por milpa; guet, tortilla de maíz o pan de trigo y za que significa fandango o fiesta y que en resumen a su entender, su significado es Fiesta de la Tortilla o el Pan.

La palabra Guelaguetza lo aplican los pueblos del Valle de Oaxaca, Tlacolula y Ocotlán, como sigue: cuando se invita a las amistades para asistir a un casamiento, bautizo, defunción o mayordomía, los invitados se presentan al lugar del convite, pero no con las manos vacías, pues siempre llevan su cooperación que puede consistir en guajolotes, gallinas, un bulto de harina, azúcar, cerveza, ropa, alhajas, etc.

Pero estas cosas nunca se toman como regalo propiamente; si así fuera, entonces estaría bien aplicado el término ofrenda, pero no es así. El dueño del convite comisiona a uno de sus familiares, para que vaya anotando en un libro lo que cada amistad lleva, para que cuando ésta asista también a un convite al que se le invite, debe devolver en un tiempo indeterminado, la misma cosa que recibió en su fiesta. Es decir, si le llevaron tres guajolotes e igual número de gallinas, eso mismo tiene que regresar, y así por lo que toca a las demás cosas, que se hace en forma de atenta invitación. (Guillermo Rosas Solaegui)

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